Crónica del Apocalipsis. Día 1
No hay clase de PIMEC ni ninguna otra clase de ningún tipo en ningún lado.
Anoche me reuní con mi amiga Andrea para celebrar lo que supongo que habrá sido el último encuentro social antes del Apocalipsis.
Brindamos a la salud de la graciosa estabilidad que teníamos y que se acaba. Ser argentinas nos acostumbró a vivir con el «cuco» a las espaldas, tenemos estoicismo adquirido.
No ese de pensar que no te va a pasar nada, si no el del de saber que te puede pasar cualquier cosa en cualquier momento y que si no te mata, vas a encontrar la forma de levantarte y seguir adelante.
Nuestros hijos adolescentes acapararon buena parte de nuestra conversación, la otra fue sobre gestión de clientes.
Entre las dos hemos parido media docena de seres humanos.
Una a veces necesita desahogarse en un vaso de leche de avena y cúrcuma.
Caminamos por una Girona silenciosa y acordamos un taller de escritura que haremos próximamente en una especie de club de escritoras que Andrea creó. Sin fecha, claro.
Me va a dar un úlcera solo de pensar en la agenda de los próximos meses.
Es buenísimo cobrar por adelantado tus encargos, solo que ahora me consta que no voy a cobrar (casi) nada hasta próximo aviso.
Los trabajos que estaba cerrando o pendiente de la fecha de inicio, se quedan en suspenso.
No será una novedad para ti, estamos todos igual.
Bien. Quiero mantenerme lo más fuera de las redes que me sea posible.
Estoy haciendo una lista de tareas apocalípticas, entre ellas cultivar acelgas y ponerle cuerda a la guitarra, además de escribir.
Iré ampliando.
Ayer me hice la chula desapegada, no compré papel higiénico y al volver a casa me di cuenta de que solo nos quedaba un rollo en el estante del mueble del baño. Uno.
Lo vamos a dosificar entre: Joan, Azul, Ivo (el novio de Azul) y yo.
Suerte que es doble capa.